Jesús a través de Santa Faustina, da un
instrumento valiosísimo a todos los que crean en su Misericordia Divina; un
instrumento que en forma de oración hecha con corazón contrito y con fe por
algún pecador, Él mismo concederá la gracia de la conversión.
Una oración, que a pesar de su brevedad, pone
de manifiesto la verdadera dimensión de la Sangre y del Agua que brotó de Su
costado. Y que curiosamente finaliza con <<en Ti confío>>, las
mismas palabras que con anterioridad, pidió que se pusieran a modo de firma al
pie de Su Imagen.
Tengamos siempre muy presente, que esos rayos
que salen del costado de Jesús, simbolizan la Sangre y el Agua, que nos protegen
de la justa mano de Dios, a cuantos se acogen y confían plenamente, en Su
Misericordia Divina.
Pero si la oración descrita anteriormente en
el apartado D. 187, rezada como Jesús pide, es decir, con corazón contrito y
con fe, conlleva la gracia de la conversión. La oración de la Coronilla, es la
llave que abre de par en par las compuertas de la Fuente de la Misericordia
Divina, con una generosidad difícilmente imaginable para nuestra limitada
condición humana.
Comenzamos el Rezo de la Coronilla, con la
oración que Jesús nos enseñó a través de sus Apóstoles, en la que reconocemos
que Dios es nuestro Padre, que está en el Cielo, que Su Nombre es Santo, que Le
pedimos que venga a nosotros Su Reino, un Reino de Amor, Misericordia, Bondad, Justicia,
Paz, y Luz; que se haga Su Voluntad siempre, tanto en la Tierra como en el
Cielo; que Le pedimos el pan nuestro de cada día, un pan que no sólo ha de ser
entendido como alimento necesario para nuestro cuerpo mortal, sino que ha de
ser también el Pan que alimente nuestro espíritu, ese Pan Eucarístico que Jesús
nos ofreció a través sus Apóstoles en la última Cena; que nos perdone nuestras
ofensas, y nos reconcilie con Él, como nosotros perdonamos y nos reconciliamos
con nuestros hermanos; que no nos deje caer en la tentación y que nos libre de
todo mal.
Seguimos con la oración de gracia y alabanza
a Su Madre, que es la nuestra, la Virgen María, donde la reconocemos como la
llena de Gracia, que Dios está con Ella, que es la Bendita entre todas las
mujeres, no sólo porque así la predestinara Dios, como Madre de Su Hijo
Unigénito, sino sobretodo, por su “Sí” en el momento de la Anunciación, por ése
“Hágase en mí, según tu palabra”, aceptando con absoluta humildad y entrega
total de sí misma a la Voluntad de Dios; donde reconocemos el fruto bendito de
su vientre, que no es otro que Jesús; la alabamos como Santa y como Madre de
Dios; donde le pedimos que ruegue por nosotros, porque somos pecadores, no
solamente ahora, sino también, en la hora final de nuestra muerte.
Continuamos con la oración del Credo, oración
en la que de forma breve, pero intensa, se recogen las verdades fundamentales,
tanto las pasadas como las venideras, en las que se sostiene la Fe de nuestra
Iglesia.
Son oraciones suficientemente, estudiadas,
analizadas y meditadas en la literatura eclesial, por su profundo contenido
espiritual y por la riqueza de directrices y parámetros que contienen, no sólo
para nuestra relación con Dios y con nuestra Madre, sino que también, para
nuestra relación con nuestros hermanos.
Si estas oraciones con las que Jesús pide que
se comience la Coronilla, y que son conocidas desde hace mucho tiempo, además
de aprenderlas y recitarlas de memoria, como con frecuencia nos suele pasar,
tomáramos conciencia de todas las directrices y parámetros que contienen, y con
humildad los aceptásemos y fuésemos capaces de hacerlos nuestros y llevarlos
siempre a la práctica, en la vida cotidiana, no me cabe ninguna duda de que
accederíamos al conocimiento profundo del contenido espiritual de las mismas.
Ello nos llevaría a una relación plenamente
satisfactoria con Dios y con nuestra Madre y modificaría radicalmente nuestros
comportamientos y actitudes inadecuados con nuestros hermanos. Nuestro espíritu
permanecería limpio, nuestro corazón puro.
Al finalizar la vida en éste mundo, no
temeríamos la Justicia Divina, no necesitaríamos tampoco la existencia de la
Fuente de la Misericordia Divina, simplemente iríamos directamente a la Casa de
nuestro Padre.
Pero el libre albedrío, que tan generosamente
nos dio Dios cuando creó al hombre y a la mujer, en lugar de facilitar la
identificación con la naturaleza divina de nuestro Creador, nos ha identificado
más, incluso me atrevería a decir que nos ha arraigado e instalado
predominantemente en nuestra naturaleza humana.
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