Pero, ¿dónde se encuentra el tribunal de la
misericordia?... Jesús continúa
diciendo: Para obtener este milagro no
hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores,
sino que basta con acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle
con fe su miseria y el milagro de la Misericordia de Dios se manifestará en
toda su plenitud. (D.1448)
Jesús para acoger a un alma en Su
misericordia, no necesita, ni desea, que ésta realice grandes prodigios, ni
portentos, ni esfuerzos, ni siquiera… sacrificios. Lo que Jesús necesita y
desea, es que el alma tome conciencia de su miseria.
Miseria que puede ser fruto de malas
decisiones tomadas, que han causado daño a quien las toma o a otras personas. O
quizás sean buenas acciones, que se pudieron hacer, pero no se hicieron. O
actos de envidia, de egoísmo, de rencor, de desprecio, de orgullo, de soberbia,
de amor propio… O malas acciones que de forma deliberada o no, se han cometido.
Cuando un alma toma conciencia de su miseria,
está en disposición, de decidir si continúa por el camino que lleva, sin
importarle las consecuencias; o bien, si se planta, analiza, recapacita y
reconoce que acumulando miseria, no está en el buen camino, porque no cumple
con el principal mandamiento que Jesús nos dejó, el mandamiento del “AMOR”,
amor a Dios y amor a los hombres.
El alma que sinceramente reconoce la miseria
acumulada, y se da cuenta del daño que ha causado o del bien que no hizo,
cuando se le presentó la ocasión; siente el peso de la culpa.
El peso de la culpa, puede llevar al alma a
tomar la honesta decisión de reparar el daño causado o el bien que no hizo, a
los hombres y mujeres que la rodearon.
Con toda seguridad, ese acto le procurará
consuelo, alivio, alegría, incluso en ocasiones una inmensa y desbordante
alegría, por el perdón recibido y por la reconciliación que ha conseguido.
Pero todas esas sensaciones o emociones, han
sido producidas en el ámbito afectivo o sentimental, nuestro consciente o
subconsciente, se sentirse liberado, por la paz que inunda, a toda persona que
lleva a cabo una buena acción.
El alma es una creación Divina, un tesoro que
Dios ha cubierto con un cuerpo humano. Es el sello, la impronta Divina, que nos
une a Él.
Con esa alma Dios nos envía un “regalito”,
con el que hay que tener mucho cuidado, es “el libre albedrío”.
Sin ese “regalito” el alma sentiría la
inagotable necesidad, de estar siempre unida a Él, amándole eternamente, y
arrastraría literalmente al ser humano a una adoración permanente, y a un
“Amor”, que con toda seguridad, ningún ser humano podría contener ni conocer.
Dios quiere que con “el libre albedrío”,
tomemos, nuestras propias decisiones, que evidentemente nos llevarán a realizar
cosas buenas y malas. Quiere que aprendamos de nuestras propias experiencias, y
que libremente Le amemos o Le rechacemos.
El alma es una sustancialidad divina, que
está llamada, predestinada a la vida eterna, por lo tanto es pura, limpia,
radiante. Pero a la vez esta contenida, envuelta en un cuerpo humano, limitado,
caduco y sujeto a unas necesidades o tendencias mundanas.
Con cada acto de “no amor” que hacemos, no
sólo hacemos daño a las personas, también a nuestra alma. No es un daño que se
sienta, que se note de alguna manera…, no. Es una impureza, una inmundicia, una
miseria, que como una lapa, se pega en la limpia y radiante pureza del alma.
Cuanta más miseria acumula, más indigna se ve
a los ojos de Dios; y poco a poco va sintiendo su proximidad al camino de la
perdición, camino que como bien sabe, finaliza en territorio reinado por el
Maligno.
Si no quiere acabar en el lugar radicalmente
opuesto al predestinado, tiene que desear volver a ser digna a los ojos de
Dios, tiene que querer recuperar su limpia y radiante pureza.
Ese es el primer paso. El segundo, hacer un
examen riguroso del estado en el que se encuentra. El tercero, un firme
propósito de cambiar de camino. El cuarto, pedir al Único que ha superado el
mal y la muerte, que le limpie todas sus miserias.
Por eso, el Único, Jesús, que está en todo, y
no se Le escapa el más mínimo detalle, antes de subir al Cielo, dijo a Sus
Apóstoles: <<Lo que atéis en la tierra, quedará atado en el Cielo; lo que
desatéis en la tierra, quedará desatado en el Cielo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedarán perdonados>>.
Desde ese momento, los Apóstoles de entonces
y todos los hombres que sintiendo la llamada de Dios, han dedicado su vida al
Sacerdocio, son legítimos representantes de Jesús en la tierra, que continúan
con la realización de Su Obra Redentora.
Cuando el alma toma conciencia de todo lo
expuesto, y con fe confiesa todas sus miserias a un representante de Jesús, y
una vez oídas, le absuelve de sus pecados, esa alma queda limpia y recupera su
radiante pureza.
En ese momento, es cuando se produce en toda
su plenitud el milagro de la Misericordia Divina; el abrazo de reconciliación
entre el alma y Dios su Creador.
Si una reconciliación entre personas, aporta
una inmensa alegría y paz en el corazón; cómo describir, el cúmulo de
sensaciones, y de percepciones que un
alma liberada de la impureza de sus miserias, siente al recibir el abrazo de
perdón y reconciliación, del que es el Amor Eterno, la Bondad Infinita y la
Insondable Misericordia Divina. ¡¡¡Felicidad en estado puro!!!
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