|
Nuestra Madre corrige a aquellos
que creen que se salvan por la sola fe. Esto es lo que sostienen los
protestantes y que les viene directamente de Lutero. Cuentan que Lutero, en un
arranque de furia, quitó de la Biblia la carta de Santiago y la arrojó con violencia.
La razón: contradecía abiertamente su enseñanza, que bastaba sólo la fe para
ser salvados. La fe en Cristo, se entiende. El apóstol Santiago (el menor, no
el hijo de Zebedeo y hermano de Juan) escribió: “¿De qué sirve,
hermanos míos, que alguien diga: «tengo fe », si no tiene obras? ¿acaso
podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y
carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz,
calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué
sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al
contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame
tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo
Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú,
insensato, que la fe sin obras es estéril? Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la
justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves
cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las obras, la fe alcanzó su
perfección? Y alcanzó pleno cumplimiento la Escritura que dice: Creyó Abraham
en Dios y le fue reputado como justicia y fue llamado amigo de Dios.» Ya veis
cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Del mismo
modo Rahab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras dando hospedaje
a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro camino? Porque así como
el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (St
2:14-26).
Si la Santísima Virgen decidió aclarar esa verdad de la fe, de
siempre, cabe preguntarse si no es porque la Iglesia, como temía Pablo VI, se
ha estado fuertemente “protestantizando”. Uno de los síntomas de esa advertida
“protestantización” es ignorar el Magisterio universal de la Iglesia con la
consecuencia que la persona hace su propia interpretación de la Sagrada
Escritura. El Magisterio es visto como imposición que ofende a la autonomía,
como susceptible de ser cambiado de acuerdo a condiciones y culturas diferentes
y es así como –por ejemplo- se oye hablar de “fe adulta”, que no es otra cosa
que llamar fe a lo que es todo lo opuesto porque se enfrenta a las enseñanzas
de la Iglesia. Una fe verdaderamente adulta es todo lo contrario, una fe
crecida no sigue las corrientes de la moda, el espíritu del tiempo, como si
Dios pudiese mudarse o cambiar de opinión. Una fe adulta y madura es la que
está radicada en la amistad con Cristo y que es totalmente fiel a su Palabra.
Esa amistad -que viene del amor y de la fe por el Señor alimentados ambos por
la oración diaria y la adoración asidua, por la lectura y asimilación de su
Palabra, por la obediencia a las enseñanzas del Magisterio de siempre de la
Iglesia- es la que nos abre a todo lo que es bueno y bello; al amor y las obras
del amor. Amor y fe de quien vive en el Espíritu y en momentos de confusión
-como el que vivimos- tiene criterios para discernir lo verdadero de lo falso,
entre la impostura y la verdad.
Nuestra Madre nos llama a vivir
en la verdad de Cristo, que es la verdad del amor y que se entronca con la fe.
En el Señor verdad y amor, se encuentran. En la medida que nos acercamos a
Jesucristo, la verdad y el amor se funden también en nuestras vidas. El amor
sin la verdad sería ciego, y la verdad sin el amor –como dice el apóstol san
Pablo a los corintios- es “campana que toca, platillos que resuenan” (Cf
1Co13:1), o sea puro ruido, mera hojarasca. Como nos advierte la Santísima
Virgen en este mensaje, lo mismo ocurre con la fe sin obras de caridad. Esa fe
es una sombra, es un fantasma de fe, no fe verdadera. Nada de eso da verdadera
gloria a Dios ni nos santifica. Santificarse, hacerse santos, o más bien dejar
que Dios obre en nosotros por medio de la gracia y de nuestra fe manifestada en
obras de amor, es el camino que nos llevará al Cielo, adonde nuestra Madre nos
conduce y está a las puertas esperándonos.
Por cierto que no es fácil amar como Dios y la Santísima Virgen nos
piden, y esto cuanto más nos aproximamos a la luz de la verdad -que viene de
nuestra mayor cercanía al Señor- más se nos vuelve evidente. Sin embargo, Ella
nos alienta, para que no desesperemos ni nos desanimemos, a la par que nos
exhorta a no dejar de orar para poder amar más y más. Sólo así podremos
volvernos sus apóstoles. Esos enviados suyos que aman a Dios con todas sus
fuerzas, con toda su alma y aman a todos. Quienes mediante el testimonio de
vida le enseñan al mundo qué es amar de verdad.
En ese sentido, las vidas de los santos –que son siempre ejemplares
(de paso recordemos que la Santísima Virgen en Medjugorje recomienda leer a los
santos y saber de sus vidas)- nos permite ver casos concretos de ese apostolado
de amor del que nos habla. Un gran ejemplo de testimonio de amor se nos
presenta en san Maximiliano María Kolbe. San Maximiliano murió en el campo de
Auschwitz, poniéndose en lugar de un padre de familia a quien los alemanes iban
a matar. El suyo fue un holocausto de amor, o como lo definió san Juan Pablo
II, él fue un mártir del amor.
Decía este gran apóstol de María, fundador de la Milicia de la
Inmaculada, que cuando nuestra voluntad choca con la de Dios lo que sobreviene es
dolor y sufrimiento, cuando en cambio coinciden, cuando nuestra voluntad se
identifica con la voluntad divina se vive la santidad, la paz del corazón. Para
tener alguna idea de los altos valores que este santo polaco infundía a quienes
trabajaban bajo su dirección, para el periódico que editó dio a sus periodistas
unas reglas y entre ellas figuraban: “No condenar a los que se equivocan. No
apresurarse a la afirmación de una mala voluntad”. Si sólo esas dos máximas
aplicáramos en nuestra vida diaria ¡cuánto bien haríamos y nos haríamos!
También es suya esta frase: “La vida es breve. Hemos de emplear todo
nuestro tiempo… Se vive una sola vez. Es necesario ser santos, no a medias,
sino totalmente, para gloria de la Inmaculada y la mayor gloria de Dios”.
Esta brevedad de la vida nos la recuerda una vez más nuestra Madre al
exhortarnos a poner nuestro corazón no en las cosas de este mundo, que han de
desaparecer, sino en el amor que perdura y trasciende, ese amor manifestado en
obras que abrirán las puertas del Reino de Dios. Todo lo que atesoramos en la
tierra un día se perderá y para siempre, sólo nos llevaremos el amor que
hayamos prodigado con nuestros actos concretos, el bien que hayamos
hecho.
¡Ánimo pues, Ella nos bendice, nos acompaña y ora por cada uno de
nosotros para que así sea!
P.
Justo Antonio Lofeudo
No hay comentarios:
Publicar un comentario