jueves, 18 de agosto de 2016

“Le imploro a mi Hijo que ninguno de ustedes, hijos míos, vuelva a su casa igual que ha venido”


Aparición de la Virgen a Mirjana en Medjugorje el 2 de septiembre de 2015 - 13Creo no equivocarme, pero es la primera vez que, en una pincelada entrañable, nos habla de esa parte de la vida del Señor de la que nada dicen los Evangelios. Como lo hace con los videntes en privado ahora a nosotros nos confía algo de la vida oculta de la sagrada familia nazarena. Esas pocas palabras dicen mucho y definen un rasgo de Jesús: aún niño, es el Señor. El Señor que por ser Dios sabe infinitamente más que ese niño hijo de María. Profetiza no como los profetas que hablan en nombre de Dios, porque Él es Dios, es la misma Palabra que le dice no sólo que todas las generaciones la llamarán dichosa (como el Espíritu Santo le había revelado a la Virgen en su encuentro con Isabel), sino también madre y que será amada, muy amada. Porque grandes cosas está haciendo en ella el Todopoderoso. Ese mismo niño es el que ya hombre, clavado en la cruz, le provocará en la Virgen el parto doloroso de su maternidad de todos los hombres, al entregarla a su discípulo fiel y a través de él a todos nosotros, de generación en generación. Y aquel discípulo, Juan, tendrá con los años, después de muchos, una visión. La verá como la Mujer vestida de sol, con la corona de doce estrellas, con la luna bajo sus pies, encinta, gritando de dolor por el parto. Porque aquel parto en la cruz continúa, es el dolor de dar a la luz de Cristo a los nuevos hijos, rescatándolos de las garras del Dragón. Nosotros somos sus hijos, de su linaje, los nacidos en Cristo a una vida nueva. Somos los que la llamamos Madre y la amamos y deseamos ser fieles a su llamado a cooperar en la salvación de otros.  
La referencia que luego hace, “volver a las casas de las que han venido”, va dirigida a los peregrinos que en ese momento están en Medjugorje, pero por extensión a todos nosotros que vamos tantas veces en el espíritu hasta allí. Para que no regresemos luego de cada una de esas visitas, físicas o espirituales, a nuestra casa, al interior de nuestra alma, como hemos ido sino enriquecidos. Y para eso apela ante el Hijo, por el amor que le tenemos a Ella. No es difícil imaginar su apelación a Jesucristo: “Mira, Hijo, ¡cuánto me aman! Era como Tú me habías dicho siendo apenas un niño. ¡Aquí están! Te ruego por cada uno de ellos. Están siendo probados, que no decaigan, devuélveles la esperanza. Que sean misericordiosos como Tú le pides y que tengan amor para que puedan ser mis apóstoles del amor y vayan al mundo dando testimonio de ese amor que ama perdonando y perdona amando. Tú, Hijo, tienes el poder de hacer nuevas todas las cosas, renueva esos corazones y dales una vida nueva”.
P. Justo Antonio Lofeudo

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