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Creo no equivocarme, pero es la
primera vez que, en una pincelada entrañable, nos habla de esa parte de la vida
del Señor de la que nada dicen los Evangelios. Como lo hace con los videntes en
privado ahora a nosotros nos confía algo de la vida oculta de la sagrada
familia nazarena. Esas pocas palabras dicen mucho y definen un rasgo de Jesús:
aún niño, es el Señor. El Señor que por ser Dios sabe infinitamente más que ese
niño hijo de María. Profetiza no como los profetas que hablan en nombre de
Dios, porque Él es Dios, es la misma Palabra que le dice no sólo que todas las
generaciones la llamarán dichosa (como el Espíritu Santo le había revelado a la
Virgen en su encuentro con Isabel), sino también madre y que será amada, muy
amada. Porque grandes cosas está haciendo en ella el Todopoderoso. Ese mismo
niño es el que ya hombre, clavado en la cruz, le provocará en la Virgen el
parto doloroso de su maternidad de todos los hombres, al entregarla a su
discípulo fiel y a través de él a todos nosotros, de generación en generación.
Y aquel discípulo, Juan, tendrá con los años, después de muchos, una visión. La
verá como la Mujer vestida de sol, con la corona de doce estrellas, con la luna
bajo sus pies, encinta, gritando de dolor por el parto. Porque aquel parto en la
cruz continúa, es el dolor de dar a la luz de Cristo a los nuevos hijos,
rescatándolos de las garras del Dragón. Nosotros somos sus hijos, de su linaje,
los nacidos en Cristo a una vida nueva. Somos los que la llamamos Madre y la
amamos y deseamos ser fieles a su llamado a cooperar en la salvación de
otros.
La referencia que luego hace, “volver a las casas de las que han
venido”, va dirigida a los peregrinos que en ese momento están en Medjugorje,
pero por extensión a todos nosotros que vamos tantas veces en el espíritu hasta
allí. Para que no regresemos luego de cada una de esas visitas, físicas o
espirituales, a nuestra casa, al interior de nuestra alma, como hemos ido sino
enriquecidos. Y para eso apela ante el Hijo, por el amor que le tenemos a Ella.
No es difícil imaginar su apelación a Jesucristo: “Mira, Hijo, ¡cuánto me aman!
Era como Tú me habías dicho siendo apenas un niño. ¡Aquí están! Te ruego por
cada uno de ellos. Están siendo probados, que no decaigan, devuélveles la
esperanza. Que sean misericordiosos como Tú le pides y que tengan amor para que
puedan ser mis apóstoles del amor y vayan al mundo dando testimonio de ese amor
que ama perdonando y perdona amando. Tú, Hijo, tienes el poder de hacer nuevas
todas las cosas, renueva esos corazones y dales una vida nueva”.
P.
Justo Antonio Lofeudo
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