Pasó su juventud entre drogas y
prisiones. Hoy lleva sotana y de aquella vida sólo queda el surf cuando lo
permiten sus conferencias en todo el mundo.
Donald Calloway, con su tabla de surf
Desde hace unos meses, en las librerías norteamericanas se
encuentra una obra, No
turning back. A witness to mercy [No hay vuelta atrás. Un testimonio de la
misericordia], cuyo autor es de los que tienen una vida
que contar. Se trata del padre Donald H. Calloway, que narra en él de forma
pormenorizada la historia de su conversión.
No es la primera vez que lo hace, y de hecho recorre el
mundo con esa misión. Su agenda de conferencias, disponible en su página
web, está repleta para 2011 y 2012, y ya hay algunas anunciadas para 2013 y
2014. La cubierta del libro le muestra como es hoy: con sotana,
rosario en mano, junto al mar y con la tabla de surf, su gran pasión, a los
pies (un cura «muy americano»). Pero en la portada de ReL le hemos mostrado
también cómo era hace no tantos años: guitarra en mano y con una melena
estilo heavy
metal hasta media espalda.
Por aquel entonces, la vida de Calloway hacía presagiar poco
su futuro. Su vida estaba, como ha confesado en alguna entrevista, «en
espiral descendente». Familia desestructurada (su madre se casó tres
veces), ninguna formación religiosa, pelo hasta la cintura, tatuajes por
todo el cuerpo, drogas, alcohol... Era una pesadilla en las bases militares
en las que vivía por razones familiares, tanto en Japón como en Estados
Unidos. Desesperada por su caso, su madre consultó a un sacerdote y acabó
convirtiéndose al catolicismo, pero todo pareció inútil durante años, y los
tratamientos de rehabilitación no arreglaban el problema más que
temporalmente. Pasó por correccionales, en Louisiana visitó la cárcel en
más de una ocasión...
Pero todo cambió en 1992: «Una noche supe que algo iba a
cambiar radicalmente en mi vida. Sabía que algo iba a suceder, lo sabía».
Así que en vez de salir con sus amigos se quedó en su habitación aguardando
ese algo... que llegó en forma de un libro sobre Medjugorje, que cayó
en sus manos de forma casual cuando salió a buscar algo de lectura con
el que pasar el rato de espera.
«Yo era una pizarra en blanco», explica. No sabía quién era
la Virgen, tampoco apenas quien era Jesucristo, pero tras leer el libro, y
cautivado por la figura de María, acudió al capellán de la base donde
residía, y durante la misa que éste celebró experimentó la presencia de
Cristo en el Calvario. Tras hablar con el sacerdote, y convertido ya, rezó,
se deshizo de cuantos objetos negativos había en su casa, lloró, se
arrepintió... y se acostó: «Por primera vez en años me sentí libre. Una paz
increíble se apoderó de mí».
Así nació el «nuevo» Donald Calloway, que con el tiempo se
unió a una congregación religiosa especialmente centrada en Nuestra Señora,
los Marianos de la Inmaculada Concepción, fundados por el escolapio
polaco Estanislao Papczynski en 1673. La congregación, duramente
perseguida por los zares en la época en que dominaban Polonia, estuvo a
punto de extinguirse en 1908, cuando quedó un único miembro, el futuro
obispo lituano Jorge Matualitis-Matulewicz, quien a su muerte en 1927 había
conseguido reflotarla, contando entonces con trescientos miembros. Hoy está
extendida por todo el mundo, con fuerte presencia en Estados Unidos.
Y allí fue donde recibió como sacerdote a Donald Calloway,
tras cursar estudios de filosofía y teología con franciscanos y dominicos.
Tras su ordenación, ha escrito diversos libros sobre mariología y
sobre la espiritualidad de Santa Faustina de la Divina Misericordia, y
ahora este testimonio de lo que la Santísima Virgen hizo en su alma.
En palabras del surfista Peter Kreeft, autor de Surfeo, luego existo. Una
filosofía del surf, «en su vida actuaron el poder de Jesús
y el de María con la potencia de una ola del Pacífico». Y a fe,
que supo cabalgarla.
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