El tercer atributo es una fusión
entre Humildad y Fidelidad. La humildad que se manifiesta claramente desde un
principio en la Encarnación.
Dios Padre, no impone el
Nacimiento de Su Hijo a ninguna mujer; no.
Manda un Ángel a la joven María,
para que le anuncie el plan que Dios previamente ha establecido; aclara las
dudas que asaltan a María, ante semejante anuncio; y espera una respuesta.
Sólo cuando María responde:
“Hágase en mí según tu palabra, he aquí la esclava del Señor”; se inicia el
plan de salvación que Dios tenía preparado para nosotros.
¡Que Inconmensurable Majestad,
del Único y Verdadero Dios!, Nuestro Padre Dios. Él, el Infinito, el
Todopoderoso, el Creador de cuanto existe, desea que a través de una de Sus
creaturas, Su Único Hijo haga partícipe al hombre de su Divinidad. ¡Qué gran
comienzo de Su plan!
Humildad que rezuma en el momento
del Nacimiento de Jesús; en un establo y como cuna, un pesebre.
Humildad que se percibe en el
ocultamiento de Su Divinidad durante treinta años, llevando una vida sencilla y
apartada.
Humildad en su primera aparición
pública, cuando se acerca al Jordán, para que Juan le Bautice; no impone Su
Divina Presencia, espera pacientemente su turno; una vez más Dios involucra a
otra de Sus creaturas en su plan de salvación, en éste caso Juan, el que en una
ocasión dijo: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo,
a quien no soy digno de desatar la correa de las sandalias. Él os bautizará con
Espíritu Santo y fuego”.
Jesús “Es” la Humildad plena.
Se dedica incansablemente a dar a
conocer el Reino de Dios con numerosos signos; a curar a los enfermos, a sanar
a los paralíticos y tullidos, a liberar a sus hermanos marginados y rechazados
por la sociedad judía por ser portadores de lepra, limpiándoles de la misma y
devolviéndoles a la vida que habían perdido.
Sin apenas descansar, y
descuidando incluso su alimentación, hasta el punto de que sus familiares y
allegados, temieron que pudiera enfermar. Era incansable en Su Misión, e
inagotable Su Humildad y Su Celo por los demás.
Cuando el Domingo de Ramos entra
en Jerusalén, no se viste de gala, ni pide un brioso, espléndido y engalanado
caballo, no; va con su ropa habitual y pide un simple pollino.
La multitud que le sigue y rodea,
extiende sus mantos en el suelo por donde pasa, mientras cantan y vitorean; qué
fácil le hubiera sido cambiar Su destino, enardeciendo a la multitud,
proclamándose líder o rey y entrar triunfante en la ciudad.
Pero no; permanece callado,
ensimismado, sabe muy bien lo que Le espera, y humildemente lo acepta.
Acepta humildemente su
prendimiento, en el Monte de los Olivos; acepta humildemente el juicio ante al
Sanedrín; acepta humildemente su juicio ante Pilato, y acepta humildemente Su
Dolorosa Pasión, Crucifixión y Muerte.
Humildad y Fidelidad, se fusionan
en la vida pública de Jesús, es Manso y Humilde, en Su proceder; y Fiel al Plan
de Dios, hasta el último hálito de vida en la Cruz.
Fue firme, inquebrantable y Fiel,
ante las tentaciones de Satanás en el desierto; y en todas y cada una de las
vicisitudes, que tuvo que vivir.
Él Mismo sintetizó en una sola
frase, todo lo que someramente he detallado: <<Yo he venido a servir y no
a ser servido>>.
Frase que no perdió ni su
contenido, ni su esencia, ni su fuerza, ni su compromiso, con la Muerte de Jesús; todo lo contrario,
tomó su máxima fuerza de expresión, contenido y compromiso, con Su Resurrección
y Ascensión al Cielo. Porque desde allí sigue realizando la misma tarea de
curación, liberación y salvación, para todos los que, con confianza se acercan
a Él.
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