lunes, 30 de julio de 2012

* CORONILLA DE LA MISERICORDIA - CAP. 2

Jesús a través de Santa Faustina, da un instrumento valiosísimo a todos los que crean en su Misericordia Divina; un instrumento que en forma de oración hecha con corazón contrito y con fe por algún pecador, Él mismo concederá la gracia de la conversión.
Una oración, que a pesar de su brevedad, pone de manifiesto la verdadera dimensión de la Sangre y del Agua que brotó de Su costado. Y que curiosamente finaliza con <<en Ti confío>>, las mismas palabras que con anterioridad, pidió que se pusieran a modo de firma al pie de Su Imagen.
Tengamos siempre muy presente, que esos rayos que salen del costado de Jesús, simbolizan la Sangre y el Agua, que nos protegen de la justa mano de Dios, a cuantos se acogen y confían plenamente, en Su Misericordia Divina.
Pero si la oración descrita anteriormente en el apartado D. 187, rezada como Jesús pide, es decir, con corazón contrito y con fe, conlleva la gracia de la conversión. La oración de la Coronilla, es la llave que abre de par en par las compuertas de la Fuente de la Misericordia Divina, con una generosidad difícilmente imaginable para nuestra limitada condición humana.
Comenzamos el Rezo de la Coronilla, con la oración que Jesús nos enseñó a través de sus Apóstoles, en la que reconocemos que Dios es nuestro Padre, que está en el Cielo, que Su Nombre es Santo, que Le pedimos que venga a nosotros Su Reino, un Reino de Amor, Misericordia, Bondad, Justicia, Paz, y Luz; que se haga Su Voluntad siempre, tanto en la Tierra como en el Cielo; que Le pedimos el pan nuestro de cada día, un pan que no sólo ha de ser entendido como alimento necesario para nuestro cuerpo mortal, sino que ha de ser también el Pan que alimente nuestro espíritu, ese Pan Eucarístico que Jesús nos ofreció a través sus Apóstoles en la última Cena; que nos perdone nuestras ofensas, y nos reconcilie con Él, como nosotros perdonamos y nos reconciliamos con nuestros hermanos; que no nos deje caer en la tentación y que nos libre de todo mal.
Seguimos con la oración de gracia y alabanza a Su Madre, que es la nuestra, la Virgen María, donde la reconocemos como la llena de Gracia, que Dios está con Ella, que es la Bendita entre todas las mujeres, no sólo porque así la predestinara Dios, como Madre de Su Hijo Unigénito, sino sobretodo, por su “Sí” en el momento de la Anunciación, por ése “Hágase en mí, según tu palabra”, aceptando con absoluta humildad y entrega total de sí misma a la Voluntad de Dios; donde reconocemos el fruto bendito de su vientre, que no es otro que Jesús; la alabamos como Santa y como Madre de Dios; donde le pedimos que ruegue por nosotros, porque somos pecadores, no solamente ahora, sino también, en la hora final de nuestra muerte.
Continuamos con la oración del Credo, oración en la que de forma breve, pero intensa, se recogen las verdades fundamentales, tanto las pasadas como las venideras, en las que se sostiene la Fe de nuestra Iglesia.
Son oraciones suficientemente, estudiadas, analizadas y meditadas en la literatura eclesial, por su profundo contenido espiritual y por la riqueza de directrices y parámetros que contienen, no sólo para nuestra relación con Dios y con nuestra Madre, sino que también, para nuestra relación con nuestros hermanos.
Si estas oraciones con las que Jesús pide que se comience la Coronilla, y que son conocidas desde hace mucho tiempo, además de aprenderlas y recitarlas de memoria, como con frecuencia nos suele pasar, tomáramos conciencia de todas las directrices y parámetros que contienen, y con humildad los aceptásemos y fuésemos capaces de hacerlos nuestros y llevarlos siempre a la práctica, en la vida cotidiana, no me cabe ninguna duda de que accederíamos al conocimiento profundo del contenido espiritual de las mismas.
Ello nos llevaría a una relación plenamente satisfactoria con Dios y con nuestra Madre y modificaría radicalmente nuestros comportamientos y actitudes inadecuados con nuestros hermanos. Nuestro espíritu permanecería limpio, nuestro corazón puro.
Al finalizar la vida en éste mundo, no temeríamos la Justicia Divina, no necesitaríamos tampoco la existencia de la Fuente de la Misericordia Divina, simplemente iríamos directamente a la Casa de nuestro Padre.
Pero el libre albedrío, que tan generosamente nos dio Dios cuando creó al hombre y a la mujer, en lugar de facilitar la identificación con la naturaleza divina de nuestro Creador, nos ha identificado más, incluso me atrevería a decir que nos ha arraigado e instalado predominantemente en nuestra naturaleza humana.

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